sábado, 28 de enero de 2012

te gustará el trabajo (túmulos, II)


Se veraneaba en aldeas del norte de León "para secar los pulmones", como decía mi abuela. Yo ya sospechaba entonces que aquello no debía de ser muy científico o que, en todo caso, la operación no sería un éxito total, afortunadamente. El perro era de la casa en la que vendían leche fresca a los asturianos (de la que había que hervir en un cazo, nada más llegar), una señora vaquería. El amo frisaría los 60 y el perro estaba en plena forma, un animal sin raza, emparentado lejanamente con el lebrel pero de los mestizos en generaciones, menos alto, menos rápido, aun manteniendo una agilidad asombrosa, el pelo brillante y como fijado a la piel y una seriedad en el trabajo que se salía de lo normal. "Llindiaba" el ganado (otra vez mi güela) con una inteligencia nerviosa, pero el secreto estaba en la concentración: no parecía el lobo infantil que son en el fondo todos los perros.

"Agustín, hazle lo de la piedra, venga, por favor". Había que insistir varias veces, porque el amo era taciturno hasta en el ocio, pero acababa por ceder, quizá porque las peticiones de los niños, cuando son generales y sostenidas, terminan con cierto rango. Agarraba una buena piedra plana del suelo y, shipp, emitía un pequeño escupitajo sobre la superficie, a la vez que le hacía una marca incisa en la cara opuesta. Le veíamos alejarse con su figura enjuta y aquellos pasos cansinos y oscilantes, los tobillos sueltos, acercándose al montón de cantos rodados al final de la plazuela, en lo más alto del pueblo. Sus manos apartaban entonces piedras de aquella montaña para obras municipales -siempre aplazadas- y, pese al jalear del grupo, dejaban el señuelo con paciencia y sólo cuando la profundidad era la idónea. Enterrarla de nuevo en el montón. "Hace lo mismo en el río... -y subiendo la voz- ¿a que sí, Agustín, a que hace lo mismo en el río?". El amo se sonreía, nunca regalaba las respuestas, aunque fueran monosílabos.
--- "¡Tchka!" -gritaba al volver y sentarse junto a nosotros.
Y el perro corría como azotado, se subía al montón trastabillándose y en varios intentos y comenzaba a escarbar con las patas delanteras, las traseras muy abiertas para mantener el equilibrio, el hocico pegado a los cantos, olfateando con rapidez. Nunca tardaba más de un minuto. Volvía con el morro alzado, corrigiendo la prensión de un canto demasiado grande con mordiscos en nuevos ángulos, girando la cabeza y como si la piedra estuviera muy caliente y le quemara entre aquellos dientes finos.
Se la dejaba al amo justo entre los pies y se le sentaba enfrente, las orejas levantadas, mirándole directamente a los ojos. El estruendo del grupo de niños se cortaba entonces, y sólo por segundos, cuando Agustín examinaba el canto sin emitir señal alguna, inexpresivo. Le daba la vuelta y nos enseñaba la marca.

El segundo verano, Agustín ya se quejaba (nos lo decía su mujer) de que el perro se hacía viejo y "ya no iba a las vacas como antes". Quería matarlo. Había una presión general en favor del animal, veraneantes, vecinos y mujer incluidos: "yo no sé la cantidad de veces que le he dicho que se coja otro, que lo mantenga, que el servicio que le habrá hecho en tantos años..." Era como una letanía en todo el pueblo y una preocupación real entre los críos. Al final, Agustín se trajo dos mastines y regaló una de sus intervenciones lapidarias (por lo escasas y repetida):
-- "Pero no van como antes".

Cuando llegamos el tercer verano, el perro ya no estaba. La mujer de Agustín nos dijo que un día su marido se llevó al animal, "que lo iba a regalar en Navafría", pero que se fueron por el camino contrario, el del río, justo por la plazuela en lo más alto del pueblo (la del montón de cantos), y que Agustín volvió solo, se sentó a cenar y no quiso hablarle una palabra del asunto, que, de hecho, ni volvieron a mentarlo, pero que bueno, que eso era lo normal, lo de siempre, menuda variación. No se llevaban muy bien Agustín y su mujer.
El montón de cantos rodados seguía allí.


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