sábado, 17 de marzo de 2012

En el Pabellón





(Sentados en dos sillas de mimbre, amplias, en el jardín frente al Pabellón, con vistas a la cordillera y el valle, ambos muy abrigados y con sombrero, bajo una manta gruesa).

--- ¿Sabe qué es lo peor? Que nos ha llegado tarde.
--- ¿Tarde?
--- Sí, tarde. Hay un tiempo para todo, incluso para esto. Si hubiera sido en la veintena...
--- ... ¡La veintena! (ríe)
--- (Riendo) Sí, sí, la veintena. Mejor es que no llegue, claro, pero si llega -que siempre llega-... En el momento oportuno, no sé si me entiende. Viene la enfermedad y hay que pararse un poco, darse tiempo. Y tener la convicción de que ese tiempo le sirve a uno, que se le pone a su servicio, como si dijéramos...
--- Me toma usted el pelo.
--- En absoluto. Recuérdese a los veinte años, haga el experimento. Tiene usted veinte años ahora mismo, sí, no se ría, ya ve qué suerte, tiene usted veinte años y se encuentra en esta situación nuestra de ahora, aquí sentado en el Pabellón: hágame caso, con veinte años no tendría más que corregir su posición en el tiempo, frenar algo la marcha, nada más. Las cosas del mundo se le ofrecerían y podría aprovecharlas; sólo con no abalanzarse hacia ellas, que es lo natural a esa edad... Habría algún ajuste, los inicios ya se sabe, hasta acostumbrarse... pero la experiencia le aprovecharía, no tenga duda. Más que una convalecencia, sería una oportunidad. Y usted, tan joven como para creer en lo sagrado de la causa...
--- ... La sagrada causa de uno mismo. Se pone usted algo espeso, si me lo permite.
--- (Riendo) Sí, la causa de uno mismo, justamente.
--- Y, según usted, mein Herr, bastaría con creer en algo tan absurdo, contando a favor ese tiempecito por delante y el egoísmo o la inocencia de la edad. Algo habría, un crecimiento, una maduracioncilla...
--- Sin duda. Chocante, pero así es: el joven cree en sí mismo porque es el centro de su mundo y, al creerlo, así dispone el mundo que le rodea, en cierto modo. Creer es crear. Como en uno de esos cuentos orientales que tanto le gustan, Hermann. Paradoja, malentendido, llámelo usted como quiera. La vida tiene estas cosas. La verdad es que me parece oírle hablar con mi voz, suena muy suyo...
--- Incluso en el dolor...
--- Incluso en el dolor... ¡y por su causa!. Lo sabe usted bien: el dolor le vuelve a uno hacia sí... y este dolor crónico más todavía. No hay escapatoria. Al veinteañero le trae tiempo, tiempo para dedicarse y mucho más: el mismo movimiento que en la salud, con el eje de siempre, es decir, él mismo, pero con la novedad de que las cosas del mundo se le vierten ahora dentro, ellas solas. Un hombre joven aprovechará ese tiempo, es casi una ley, Hermann. Para nosotros, en cambio... el cuerpo y sólo el cuerpo es el que nos grita y (señalando el paisaje) ni una vista como ésta te arranca de lo que eres, un pobre hombre que no tiene nada de "sagrado" y bajo una manta, en el sufrimiento.

Breve silencio, los hombres se quedan pensativos.

--- (Tono más bajo, casi susurrado, tranquilo) ¿Sabe? No le digo que no, mein Herr... A nuestra edad hace ya mucho que nos olvidamos de nosotros mismos, que nos dedicamos a los otros -y entre "los otros" yo incluiría al propio personaje de uno, que conste-... a cuidar hijitos, productos, esposa, librillos, ideítas, paisajes, yo qué sé... Ni nos dimos cuenta, tras los años egoístas -que también son necesarios, supongo-. Podría ser "natural" y lo que usted quiera, pero hay más, confesémoslo: estuvimos cómodos, eso era lo peor, nos acostumbramos a perdernos de vista y llevamos media vida en ello. No, no se alarme, no voy a salir con mis filosofías de la India. Ni con misticismos. Quiero decir que el malentendido a los veinte era permanecer ahí, en el centro de todo, pero que a nuestra edad quizá sea no estar ya en ninguna parte, no vernos siquiera. (Se incorpora y gira hacia su interlocutor, la manta se le desliza del pecho sin que haga ademán de recogerla) Seamos sinceros, mein Herr: cuando el dolor nos trajo de vuelta, cuando nos puso delante del espejo y sin los refugios de vivir en otros, en el personaje que nos hicimos para ellos, en las palabras, viajes, ideas, músicas... entonces ya no había nada, nadie. Y lo sabemos además, sabemos que no nos traerá ningún fruto, que el dolor vendrá, se irá y no dejará nada, si acaso el miedo a oírlo otra vez llamando a la puerta... y el miedo a tener que abrir será por lo de siempre -somos humanos-, pero también porque el sufrimiento ya no nos enseñará nada ni tendremos los veinte: la visita del dolor será inútil y andará el mundo tan helado como las montañitas de allá arriba (señala con el dedo)... ¿Y lo que sacamos en este tiempo, en el Pabellón, además de la charla? Como mucho, mein Herr, que nos devuelvan más viejos y más lejanos de todo, más irónicos respecto a la abundancia de la vida y el caos y el ruido y la multiplicación, que es en verdad "lo natural", como usted dice. Pero sí, podremos volver a casa, olvidarnos de nuevo, como siempre, cuidar a otros por devoción -y porque ya no somos otra cosa- pero, sobre todo, les esconderemos y nos esconderemos las sombras, la propia muy especialmente... para que siga la danza. No somos jóvenes, no.
--- (Escuchándole, su amigo se ha girado hacia él; deja unos segundos de silencio, como sopesando lo que acaba de escuchar, antes de preguntar mirando a los ojos, inquisitivo) ¿Cuántos años le llevo, Hermann?
--- Sólo dos, mein Herr...

No hay respuesta, pese a la expectación. Los dos se recuestan en sus sillas de mimbre y miran al horizonte. Silencio prolongado.
--- (Como si hubiera caído en algo de repente) ¿Puedo preguntarle otra cosa, Hermann?
--- (Muy rápido en la respuesta, con cierto sobresalto) Por supuesto, mein Herr.
--- Siempre me lo he preguntado, lo hablaba con mi mujer el otro día... no sé si le molestará, es una pregunta que tenía que hacerle, espero que no le ofenda... En fin, se hará cargo. Es una duda pequeña, aunque le doy vueltas y más vueltas desde que le conocí a usted en... ¿1910?: (su amigo asiente; cinco segundos más tarde, como si no se atreviera a formularle la pregunta...) dígame, Hermann, ¿por qué ustedes los suabos abusan tanto del diminutivo?



martes, 6 de marzo de 2012

Plástico (Barrio de Pumarín, 1982)


Las manos del niño disponen las piezas sobre el marco de la ventana. Pequeños ladrillos de plástico que se ordenan en hileras, sobre la madera amarilla. Los círculos de encaje, sobresaliendo en la parte de arriba de cada uno de ellos, son ahora botones, forman líneas multicolor, un cuadro de mandos. Las manos del niño activan la combinación precisa. El tren sale y la realidad al otro lado es dinámica: el tránsito incansable de los peatones, algunos reconocidos, la mayoría simples extraños, empequeñecidos desde la visión de un primero en la calle Eugenio Tamayo, con el Naranco al final de la vía.
Una montaña frente al cristal de tu casa es un ser vivo cuando se tienen cinco años. Cambia más que la sucesión de señoras con bolsas de tela o los clientes -ropa de la década anterior, barba de tres días- en el bar con el cartel del Águila Negra: tiene una piel, la gama de colores varía en su falda y mucho más allá de lo estacional, hora a hora. Las nubes se le rompen en jirones, a media altura; los coches minúsculos lo surcan como parásitos; la nieve se le posa a veces y anuncia otro viaje, más real, con los padres y en un 600 rojo. Es también una especie de hito: aprendiste a leer el tiempo, a predecirlo, por la relación de señales sutiles que mantenía con el Naranco, una habilidad imprescindible para conducir este tipo de trenes, aunque no sepas por qué.

El viaje perfecto: ese cambio discrecional y lento sobre los raíles, con los elementos que permanecen, los más, fijando un paisaje, repitiéndolo sin fin, anexionado sentimentalmente, ladrillo de plástico a ladrillo de plástico, y dispuesto con tenacidad y por colores sobre el marco de una ventana, en el orden secreto de tu visión infantil.
El maquinista tiene cinco años, activa la combinación precisa y es el centro de un círculo, la punta del compás: el movimiento del tren no es una línea, gira en torno suyo.
-- "¡Recógeme esas piezas pero ahora mismo!".

Echarás de menos la montaña.